Los aeropuertos son lugares de ida y vuelta, donde se precipitan los acontecimientos y se suceden de manera vertiginosa las cosas. Es como una película donde se centra en plano corto una acumulación de sensaciones, la mayoría vitales. Es el lugar de aquella conversación telefónica en la que una voz intenta abrirse camino entre las brumas desde el otro lado, mientras la sangre late a tropeles desde la muñeca que sujeta nerviosa el auricular hasta el último rincón del cuerpo. Es el sitio de encuentro que sucede a la llamada, tan imaginado y esperado que nunca ocurre de ninguna de esas maneras, por más que se tome la precaución de adelantarse diez minutos de lo previsto para prepararlo todo después de planificarlo mucho. Es donde transcurre la espera más lenta que estimula la memoria, tiempo cautivo que se alarga, frente a un telón inmenso donde se alternan imágenes de trasiego, con otras de ayer y de luego, hasta que el zumbido conocido del teléfono obliga otra vez a cambiar de tercio. Intriga, curiosidad, emoción, ansiedad… unas pocas palabras, ahora ya limpias de sonidos metálicos, próximas, algún silencio que se hace eterno, como midiendo la urgencia, alguna leve sonrisa que testifica el inminente encuentro y que pone en alerta todas las terminaciones nerviosas. Es el espacio donde se identifican las miradas íntimas de entre las multitudes, como si de pronto todo desapareciera y quedara sólo sitio para dos. Al mismo tiempo, casi en el mismo lugar, alguien respira de manera dificultosa, casi ahogándose, con la pena transcurriendo por sus ojos llorosos, sin prisa, sin consuelo, mirando a un punto indefinido como no queriendo ver, desnudo de vida, como si fuera una cometa a punto de romperse por el viento que arrastra la despedida…