Ramiro era un hombre de su tiempo, pero con la mirada puesta en el futuro. Así que vivía entre su realidad más inmediata y los ecos que le llegaban de fuera y que devoraba a través de la lectura que de cuando en cuando tenía la oportunidad de disfrutar, en medio de la calma y el horizonte. Se dormía feliz, vagando por un mundo imaginario que construía a base de retales y que pensaba algún día recorrer. Además de ocuparse del campo y del ganado, le apasionaba leer poesía y hasta en la manera de pasar las hojas, mostraba ese espíritu sosegado y soñador. También en su manera de andar y de moverse, cuando cruzaba el pueblo lentamente en su bicicleta que aunque vieja la tenía siempre como de estreno y subía el repecho con la media sonrisa y esa mirada distraída, llevando una rosa entre los labios para ir oliendo su sabor dulce, mientras respiraba hondo porque la vida era para él como un día luminoso. Por las tardes bajaba a jugar la partida al bar y aunque al salir su mujer siempre le advertía que le quería en casa “entre las dos luces”, casi siempre se entretenía, parándose con unos y otros, exprimiendo hasta el último momento la conversación con los amigos. Así que en una ocasión que se le hizo demasiado tarde y para evitar un disgusto con su señora, entró en casa con los brazos en cruz y con expresión muy seria, llevando una vela encendida en cada mano.
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